lunes, 27 de febrero de 2012

Veinticinco (de febrero)

Supongo que todos alguna vez nos hemos encontrado ante alguna situación en la que, una vez estamos viviéndola, percibimos lo muchísimo que hemos deseado encontrarnos en ella, ya sea de forma consciente o inconsciente. Hoy he podido sentirlo varias veces.

He caminado, saltado y trepado en unas fosas de piedra que dejaron de explotarse hace décadas. He escuchado, tumbado descalzo en una piedra al borde del agua, la melodía de una armónica. Y he cantado –o algo que intentaba serlo- al ritmo de esas notas agudas. He podido alzar la cabeza, mirar al otro lado del agua y no sólo ver a mi acompañante tocando ese pequeño instrumento reclinado sobre una roca, disfrutando la calidez del sol, sino también contemplarnos desde fuera. Como si fuera una escena de una película, de una con la que es fácil soñar y pensar en su rodaje. Así como también he imaginado un rodaje en primavera, con un indio excitado -y de cuerpo pintado- dando órdenes y corriendo de cantera en cantera buscando la mejor luz para cada escena. He visto el perfil de proa de un barco de piedra, encallado –tal vez...- para recordar a un ermitaño su soledad, y también una lluvia que no mojaba.

He sentido el viento azotar mis ropas en lo más alto –pero no arrebatarme un turbante-, mientras mi mente quedaba en blanco. He sentido los rayos del sol calentando recuerdos que habían quedado congelados, evaporando capas de hielo que pinzaban un puñado de nervios relacionados con el dolor. Por unos segundos he notado en mi piel el tacto de las ruinas del Machu Picchu, los troncos de la selva del Amazonas y las runas de un mítico círculo de piedras. Como si fuera aquella lejana persona, tan diferente y a la vez tan similar a mí, que iba a recorrer el mundo en pos de soluciones para una vegetación en peligro con la única compañía de un animal salvaje, sabiendo que siempre tendría un Blackmouth al que regresar.

He contemplado el atardecer con las piernas colgando a metros del suelo; el mismo sitio donde he hecho un mal dibujo sin preocuparme por el resultado, simplemente por el hecho en sí de hacerlo y después recordarlo. He soñado con zambullidas en el agua desde alturas considerables, y he escuchado ahí también una voz que nos ha repetido que el sol siempre volverá a salir para brindarnos más amaneceres y nuevas oportunidades. He caminado en equilibrio por las vías de una estación de tren ya oscurecida y descifrado los caracteres de una moleskine ajena apoyado en la ventana de cristal de un vagón, bajo la intermitente mirada de su propietario -recuerda que Oscuro fue el día, pero que Luminoso puede ser el mañana-.

Días así, hay pocos. Días en los que la realidad es mejor que la ficción, días donde el tiempo y el espacio se diluyen, donde pasado, presente y futuro entran en colisión. Recuerdo ahora esa noche de agosto en la playa y sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me sentí de este modo y no quiero que vuelvan a transcurrir tantos meses hasta la próxima. No, ya no.
Hoy sé cómo debo ser. Y mejor todavía, sé cómo es la vida, gracias a unas palabras que no olvidaré en los próximos días.
Sí, tal vez tú lo intuyas. Como la espuma del mar...

4 comentarios:

inma dijo...

"Días así hay pocos"...pero hacer un esfuerzo por convertir la realidad (a veces cruda) en "tu ficción" merece la pena.

Marina García dijo...

Lo curioso es que cuando te cruzas con días así, no terminas de creértelo y cuando lo estás haciendo, "zas" se acaba y ¡cuánto se echan de menos! Espero que tengas muchos más "veinticinco de febrero", que no tengas que esperar más para disfrutar de esa forma y sentirte tan bien con los demás y, sobre todo, contigo mismo. Un abrazo ;)

Sidel dijo...

Que relato más cargado de positivismo alegría y euforia. Me alegro de que estes viviendo un presente tan especial. Saludos.

Jara Santamaría dijo...

Da muchísima alegría leerte escribir algo así. Se nota que tu vida está llena de cambios.

A ver si terminamos los exámenes y nos tomamos una caña. Y me cuentas. Y te cuento.

Un besote!